tus últimas lagrimas,
derramadas entre dudas
y firmezas; tus ojos brillantes
y humedecidos,
oscurecían mi culpa.
No estaba mi pecho,
donde se acunaban tus mejillas
para derramarlas, y las guardaste
en mi pañuelo para que yo las tuviera.
Yo era el causante, y ahora soy el guardián
de tus penas derramadas.
No hay nada que me duela tanto,
como tus lagrimas en mi pañuelo.
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